Estos son, en lo esencial, sus diagnósticos y propuestas:
"Quien debería ser el guardián de las reglas ha devenido en ser sólo uno de los jugadores del rabioso partido. Me refiero al Consejo General del Poder Judicial, el órgano del autogobierno de los jueces, al que el tironeo desabrido entre intereses políticos ha reducido a una caricatura de lo que debería ser un ente democrático y políticamente responsable. Tanto que me atrevo a sugerir una alternativa que a primera vista puede parecer absurda: la de suprimirlo. La de abandonar de una vez por todas la piadosa aspiración de regular adecuadamente su elección, composición y funcionamiento, y, en su lugar, tirar por la calle de en medio: hacerlo desaparecer y devolver sus competencias al Gobierno, al Ministerio de Justicia.
Con el autogobierno judicial se alumbró un poder que no rinde cuentas ante nadie
El CGPJ es un órgano colectivo de escasa transparencia y altamente politizado
Esta idea no pretende ser una desabrida boutade, menos aún una falta de respeto para los jueces, sino que se funda en algunos sólidos argumentos. Tiene en su contra, desde luego, la fuerza inercial de toda burocracia y también la pereza política.
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Pues bien, el constituyente de 1978, aunque tuvo en cuenta la independencia como requisito estructural, se fijó más en otro aspecto, el del gobierno del sistema, pensando ingenuamente que lo importante era garantizar el sistema más democrático de gobierno posible para el conjunto. Por eso, decidió que el mejor gobierno de los jueces era su autogobierno y creó un órgano específico para ello. Era una época aquella en que la idea de autogobierno tenía un atractivo irresistible y parecía la solución mágica para cualquier institución social, fuera la empresa, la universidad o los jueces. Todo se pretendía resolver con el lema de más democracia, sin caer en la cuenta de que para algunas instituciones la fórmula es menos democracia y más independencia.
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Pero el constituyente se dejó deslumbrar por el ejemplo italiano, a pesar de que allí ya existían síntomas patentes de mal funcionamiento.
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Además, se produjo otro extraño resultado con el flamante autogobierno judicial: la de un gobierno irresponsable, la de un poder que no rinde cuentas ante nadie del ejercicio de la principal de sus funciones. Si la accountability (la rendición de cuentas) es un requisito esencial de todo poder democrático, resulta que el poder que gobierna los jueces está eximido de ella. De forma que los partidos políticos, que son quienes mueven hoy ese poder desde las bambalinas -cada vez más transparentes-, terminan por moverlo en la más plena irresponsabilidad. Vamos, que prácticamente hacen lo que quieren.
¿Resultado veinticinco años después? Está a la vista, no es preciso exagerar en la descripción. ¿Puede corregirlo un nuevo acuerdo entre partidos? Obviamente no, sólo podrá disfrazar por otro poco más de tiempo un fracaso inevitable. Porque éste se debe a cuestiones estructurales, no a la mala voluntad (aunque también existe) de los operadores.
¿Por qué, entonces, no probar con la otra vía? Es decir, con la de intentar reducir al mínimo el gobierno sobre los jueces, un estado que al fin y al cabo es el que mayor grado de independencia judicial individual genera. Porque cualquier similitud con los demás poderes es engañosa: la autonomía de los ciudadanos exige que sean dueños de su propio gobierno, pero la de los jueces no. Sólo exige que se les deje a salvo de influencias, no que participen de su gobierno.
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Puede asustar la idea de transferir toda esa gestión al Ministerio de Justicia, puede incluso parecer un retroceso a etapas predemocráticas de nuestra justicia, algo así como entregar al poder ejecutivo el control del judicial. Pero no será así si lo que se le entrega es un poder de pura gestión material y la mera administración de unas normas cerradas y detalladas sobre promoción. Ahí no hay casi poder, sólo hay gestión. Y en lo poco que queda de poder de control, mejor que lo posea un gobierno identificable y responsable públicamente ante la opinión y el parlamento, que no un órgano colectivo de escasa transparencia y que no responde ante nadie."
José María Ruiz Soroa es abogado.(EL PAIS 25-03-2008)
Además de este problema, que no es pequeño, existen otros tan graves o más que los comentados a propósito del CGPJ.Por citar solo el de mayor calado en opinión de quien escribe, hay que decir que nuestro sistema de Administración de Justicia tiene en la actualidad una configuración autonómica con Tribunales Superiores de Justicia en cada Comunidad Autónoma que aplican indistintamente el derecho autonómico y el "estatal" cuando en cualquier sistema de este tipo lo lógico es que los ciudadanos pudieran tener acceso- si así lo plantearan, por considerar entre otras razones que el nivel autonómico ha excedido sus competencias- directamente a órganos judiciales que fueran los administradores de justicia exclusivos no del nivel autonómico sino del nivel "estatal" (federal, si se prefiere, porque en la práctica no hay distinción una vez que distintos sistemas normativos se yuxtaponen sobre un mismo asunto litigioso).Ningún partido va a considerar, sin embargo, nos tememos, ninguna solución para este problema porque incrementa las garantías y porque el constituyente también se "deslumbró" con la idea de que estos conflictos se podrían resolver mejor mediante un sistema centralizado (Tribunal Constituciona) y sin intervención de los destinatarios de las normas y actos aplicativos.
Nos tememos, en fin, que la crisis del CGPJ es una más de la preocupante crisis de la CE de 1978.Los partidos la ignoran porque su solución interferiría en su dinámica actual de poder.La reforma constitucional en las cuestiones necesarias (recientemente la LO 6/2007 ha reformado el recurso de amparo con un alcance que puede considerarse propio de una reforma constitucional) es sumamente difícil por la rigidez constitucional y los interes partidistas, pero una cosa es segura, sin reforma constitucional que afecte al menos a la Administración de Justicia, al Tribunal Constitucional y a la definición del sistema autonómico, la democracia proclamada por la CE de 1978 continuara retrocediendo en nuestro país en perjuicio de los ciudadanos que no cuenten con otros medios que sus poderes jurídicos y libertades fundamentales.
El diagnóstico de Ruiz Soroa es certero pero limitado.Hay causa más profundas y las reformas no podrán abordarse por separado o gradualmente, De la misma manera que la Ley de Reforma Política solo pudo ser la antesala de un nuevo régimen constitucional, la situación actual exige imperiosamente un movimiento claro y definido de reforma constitucional como única alternativa a la permanente crisis republicana "italiana".Quizás ya estamos en ella.
La reforma anunciada por el nuevo Gobierno de cesar el actual CGPJ si no se produce su fallida renovación no resolverá la crisis, como tampoco la resolvería, supuesto que fuera viable por las mayorías requeridas, la supresión constitucional del CGPJ.Sin poder constituyente efectivo, originario o constituido, las constituciones que entran en crisis acaban por perecer, aunque su fecha oficial de defunción se prolongue mucho en el tiempo.No hay ninguna democracia que se mantenga sin el ejercicio del poder constituyente de los ciudadnos ejercido en las circunstancias cambiantes de su historia.Esta idea no está, ciertamente, entre las que han calado en nuestra mentalidad colectiva.Pero, sin embargo, los partidos políticos no fueron quienes dieron el respaldo efectivo a la Constitución Española de 1978.Todos, sin excepción, lo están olvidando ahora.
Guillermo Ruiz
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