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Tuesday, February 14, 2023

LAS ORDENANZAS FISCALES MUNICIPALES (II, LA DOCTRINA ADMINISTRATIVA (UN RESUMEN))

La posible participación normativa de los municipios en la regulación de los tributos propios se ha hecho depender en la jurisprudencia constitucional, esencialmente, de la interpretación del principio de reserva de ley que está establecido en los artículos 31.3 y 133.1 CE, antes citados. Esta específica reserva de ley en materia tributaria, según dijo el Tribunal Constitucional en su Sentencia 185/1995, está al servicio de una doble garantía: primero, de autoimposición de la Comunidad sobre sí misma y, segundo, de la libertad patrimonial y personal de los ciudadanos. En razón a ello, el Tribunal negó en su Sentencia 19/1987, de 17 de febrero, que las corporaciones locales pudieran establecer sus propios tributos sin una habilitación legal específica. La reserva de ley comprende la definición de los criterios o principios con arreglo a los cuales se ha de crear un tributo y la configuración de sus elementos esenciales. Esta regulación principial no puede remitirse a normas de carácter reglamentario (así en la primera jurisprudencia constitucional SSTC 1/1981, de 26 de enero; 6/1983, de 4 de febrero). El Tribunal Constitucional anuló, por ello, leyes que contenían una regulación insuficiente y que entregaban al reglamento la ordenación de una parte de la materia reservada (STC 185/1995, de 14 de diciembre, sobre la Ley de 13 de abril de 1989, de tasas y precios públicos).

 

 Actualmente el Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales, de 5 de marzo de 2004, regula en los artículos 15 y siguientes el contenido legítimo de las ordenanzas fiscales. Acepta que puedan aquellas acordar la imposición y supresión de los propios tributos (artículo 15.1), respecto de los cuales corresponde a las ordenanzas «la determinación del hecho imponible, sujeto pasivo, responsables, exenciones, reducciones y bonificaciones, base imponible y liquidable, tipo de gravamen o cuota tributaria, período impositivo y devengo» [artículo 16.1.a)]. Y además con respecto de los impuestos previstos en el artículo 59.1, también se atribuye a las ordenanzas la función de fijar los elementos necesarios para la determinación de las respectivas cuotas tributarias (artículo 15.2).


Esta versión última de la Ley de Haciendas Locales se acomoda a lo que ya había aceptado la jurisprudencia constitucional respecto del margen dispositivo que debe reconocerse a la potestad tributaria local. En la STC 185/1995, de 14 de diciembre, se había establecido, respecto del tipo de gravamen que «cuando se está ante tributos de carácter local puede el legislador hacer una parcial regulación de tipos, predisponiendo criterios o límites para su ulterior definición por las corporaciones locales a las que corresponderá la fijación del tipo que haya de ser aplicado». Pero será definitivamente, a partir de la Sentencia 233/1999, cuando se afine definitivamente esa doctrina constitucional, señalando que «la fijación de un tipo de gravamen mínimo con autorización para su elevación hasta un límite dependiendo de la población de derecho de cada municipio es una técnica al servicio de la autonomía de los municipios que a la par que se concilia perfectamente con el principio de reserva de ley, sirve al principio, igualmente reconocido en la Constitución, de suficiencia, dado que, garantizando un mínimo de recaudación, posibilita a los municipios de aumentar ésta en función de sus necesidades». Y concluye en este sentido que «la potestad de fijar la cuota o tipo de sus propios tributos dentro de los límites de la ley es uno de los elementos indiscutiblemente definidores de la autonomía local, encontrándose, como tal, reconocida en el artículo 9.3 de la Carta Europea de la Autonomía Local».

(...)

 A) Los requisitos de carácter formal: competencia, procedimiento y jerarquía


Son tres los requisitos formales que el reglamento debe satisfacer: a) ser dictados por el órgano competente; b) conforme al procedimiento establecido al efecto; c) y respetando el orden de jerarquía no solo en relación con la ley, respecto de la que el reglamento es siempre una disposición subordinada, sino también en relación con otros reglamentos supraordenados.

Los procedimientos de elaboración de reglamentos se integran por una sucesión de trámites, establecidos con diferentes finalidades: todas ellas, en general, tratan de asegurar que el proyecto de norma se haya elaborado con el suficiente cuidado y reflexión, y que sea adecuado para los fines que persigue; otros están más centrados en la verificación de la idoneidad técnica y en garantizar la legalidad de la norma, como es el caso, en el procedimiento general, del informe de la Secretaría General Técnica y, desde luego, del que corresponde al Consejo de Estado en relación con los reglamentos ejecutivos de las leyes; y otros, en fin, tratan de asegurar la participación en la elaboración de la nueva norma de las entidades sociales representativas o de los ciudadanos cuyos derechos o intereses puedan resultar afectados por la norma en proyecto.

 
Todas estas justificaciones de la tramitación de los reglamentos son trascendentes en sí mismas, sin ninguna duda. Pero no puede decirse lo mismo de todos los requerimientos que la legislación impone para que cada uno de los trámites sea cumplido. Por ejemplo, en relación con el impulso del procedimiento, los plazos para cumplimentar los trámites, la necesidad de reiterarlos cuando, con ocasión de las observaciones formuladas, se reforma el proyecto, las entidades representativas que deben ser llamadas a informar; o en relación con defectos formales como no incluir memorias técnicas y económicas en el proyecto, prescindir de tablas de vigencias detalladas, etc.


El desglose general de los trámites que integran el procedimiento permite advertir que coexisten con los de gran relevancia otros cuya utilidad es discutible para los fines que se pretenden y que se han mantenido por razones de arrastre de prácticas que ningún legislador se ha atrevido a erradicar. Por otra parte, la medida en que cada trámite ha podido ser incumplido no es siempre idéntica. No es lo mismo prescindir de un trámite que cumplirlo de modo incompleto, o tardío, o defectuoso.


Estas circunstancias han determinado una cierta dubitación, constatada en la jurisprudencia, acerca de si todos los vicios de procedimiento acarrean la nulidad o si, por el contrario, algunas infracciones u omisiones son jurídicamente irrelevantes, al menos cuando no impiden que el reglamento cumpla los fines que se pretenden conseguir con su aprobación. En este tipo de valoraciones la jurisprudencia ha tenido en cuenta siempre el carácter instrumental del procedimiento. Es una herramienta al servicio de la satisfacción de fines de interés general, lo que no implica que sea posible considerar hipótesis en que tales fines también pueden conseguirse por las normas que hayan prescindido parcialmente de algún aspecto de la tramitación. A la postre, los procedimientos de elaboración de disposiciones reglamentarias son una aproximación general a lo que resulta más conveniente para los intereses públicos, pero no es posible dudar que, considerando las situaciones concretas que pueden presentarse en la práctica, en ocasiones puede que el cumplimiento de un trámite determinado termine resultando más gravoso que no seguirlo.


El carácter instrumental del procedimiento es, sin duda, un criterio para analizar la relevancia jurídica de las infracciones que puedan cometerse. Pero también es absolutamente claro que la oportunidad de cumplir o no con la tramitación establecida no puede dejarse al arbitrio de la Administración porque ello equivaldría a aceptar que las leyes que establecen el procedimiento pueden ser libremente incumplidas por aquella. Una posición exageradamente sustancialista al analizar la relevancia de las infracciones de procedimiento y forma, podría conducir a confirmar la validez de la norma, aunque se prescinda totalmente del procedimiento, siempre que su contenido sea conforme a la legalidad y aparente ser idóneo para la consecución de los fines que se persiguen. Esta concepción de la irrelevancia del procedimiento fue utilizada de un modo extraordinariamente expresivo por el Tribunal Supremo en su Sentencia de 4 de noviembre de 1986, que, pese a las alegaciones de los demandantes, se negó a verificar si se cometieron o no ilegalidades en la tramitación de la disposición impugnada, afirmando que aunque el procedimiento sirva para «garantizar la legalidad, acierto y oportunidad de la norma», examinando el contenido de la disposición impugnada llega a la conclusión de que «no cabe dudar del acierto y oportunidad de la misma» (!).

(Santiago Muñoz-Machado, El Reglamento)

 

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